Los malditos ya no danzan


SERGIO BERROCAL 


Da bochorno se te cae la cara de vergüenza pero no tienes más remedio que escribirlo, aunque los renglones salgan torcidos. Por muy demagógico que parezca, no se puede callar el derroche del mundo favorecido por los dioses del dinero frente a las estrecheces, e incluso hambre, que padece ya de forma endémica una parte –cada día mayor– de gente en el mundo.

Sin embargo, uno de los objetos más caros, las armas, siguen circulando, no en pos de una supuesta igualdad –violencia mediante– sino en conflictos absurdos que incrementan los beneficios de los fabricantes de todo tipo de artilugios para matar. Una foto. En el rincón más miserable de Sudán, ¿qué Sudán me dirán ustedes?, aparecen como por generación espontánea las armas más sofisticadas y las más caras, que han llegado a manos de miserables que se matan sin saber muy bien por qué.

Otra foto. El futbolista portugués Ronaldo, uno de los más famosos del mundo, no tiene aparentemente el menor reparo en posar junto a su último automóvil –que le ha costado más de dos o tres millones de dólares (¿qué más da un millón más que menos?). Como sus otros amigos, todos ellos ases del balón, a quienes se les calculan ingresos superiores a varios millones de euros por mes –el presupuesto de cualquier país pequeño– posan al lado de sus últimas adquisiciones, con una sonrisa que denota lo felices que son.

La exhiben con dientes blancos adquiridos también por una fortuna en los consultorios de los más prestigiosos dentistas, así como lo hacen con todas sus propiedades: desde la casa que la inmensa mayoría de los restantes mortales no ve sino en alguna película de Hollywood, hasta sus mujeres, todas bellísimas, arregladísimas, únicas; sus hijos (de pura película empalagosa) y de paso sus coches o sus yates, de los que no vale la pena hablar.

El cine y la televisión contribuyen a la aceptación de la riqueza de unos pocos, y la miseria de muchos, como algo normal para el equilibrio de una sociedad.

Europa sigue sumida en una crisis económica que a veces se esconde, pero casi siempre asoma la cara cuando aparecen –como algunos días atrás– cifras reveladoras del umbral de pobreza, esa figura abstracta que engloba a millones de personas –que incluso trabajan–, a punto de ser catalogadas en Europa como pobres.

Desde luego, no son los campesinos sin tierra de Brasil, que arrastran su miseria de hambre pura y dura; ni siquiera los habitantes de algunas favelas de Río donde ha aparecido recientemente la tuberculosis y se sigue matando a miles de personas, nadie sabe por qué, aunque se alega como causa el contrabando de drogas.

Los pobres europeos tienen a veces comedores auspiciados por organizaciones caritativas, para que no se mueran de hambre. Se les ayuda, cuando se puede, porque la pobreza ofrece una imagen que en nada favorece a los negocios, y menos aún los de lujo. ¿Se imaginan a un pobre pidiendo limosna delante de una de esas rutilantes boutiques de la Rue de la Paix o de la Place Vendôme de París? Por supuesto que no.

Pero los pobres de otros países, América, África, no pueden siquiera arrastrar su mendicidad delante de los escaparates multimillonarios repletos de joyas, de ropa con precios inalcanzables. Porque no existen.

Nos hemos acostumbrado a esta constante complicidad entre la riqueza y la miseria. E incluso hemos llegado al masoquismo de inventarnos aquello de que “los ricos también lloran”, frase de telenovela, demagógica. Como siempre, el cine y la televisión contribuyen a esa aceptación de la riqueza de unos pocos y la miseria de muchos como algo normal, necesario para el equilibrio de una sociedad.

Desde el serial “Rich Man, Poor Man” –ideado en Estados Unidos hace ya muchos años para aleccionar al mundo entero– hasta en la más inocente de las películas que ustedes hayan visto, siempre hay un mensaje de resignación.

Al parecer los bancos no han ganado tanto dinero como ahora En Estados Unidos. Las estadísticas indican que cada día hay más ricos. ¿Y pobres?...

Los ricos no sólo lloran como los demás, sino que además tienen problemas que un pobre ni siquiera puede imaginar. Mujeres bellísimas pero insaciables que los arruinan además de hacerlos unos desgraciados… ¿Y qué me dice usted de los niños de los ricos? La droga, el alcohol, hasta estrellarse en un Porsche como un James Dean cualquiera. ¿Ven como la riqueza no da felicidad? ¿Ven cómo es preferible ser pobre y medianamente feliz? Nadie agrega que los pobres también lloran porque, a veces, no tienen siquiera para mantener con decencia a una familia.

Pero ahí están todas las iglesias del mundo, desde la católica, inmensamente rica, a las protestantes –en general tan millonarias como las que tienen por sede el Vaticano– para calmar los ánimos.

Cuando se patea un poco Brasil, se llega a la conclusión de que los pobres no han constituido nunca un peligro para el poder (“en este país no tenemos los genes de la rebeldía”, me decía un día un militar brasileño de alto rango, ya retirado) porque las iglesias son el muro de las lamentaciones ante el cual, con bonitas palabras –“pero no te olvides de pagar el diezmo, hermano, incluso si apenas ganas para comer”– se calma la gente.

Los católicos inculcan la resignación con una frase que podría ser un tango “Dios lo ha querido”. Los protestantes, más modernos, no se cohíben de prometer a sus feligreses bienes materiales que nunca verán. Pero se les distrae.

Como aquellos desgraciados que el cineasta norteamericano Sydney Pollack hacía bailar hasta caer rendidos, muertos a veces, por un poco de algo que comer. Era en 1932 y la miseria asolaba a los Estados Unidos, y los menos pobres y listos inventaron aquel baile de la muerte o de la vida. En todos los Estados Unidos danzaban por un pedazo de pan.

“Danzad, danzad, malditos” parecían decir los organizadores de aquellas zarabandas siniestras a los concursantes que a veces desfallecían de hambre en plena pista de baile. Incluso, ahí, Hollywood endulzó el mensaje. Porque el título de la novela de Horace McCoy era aún más feroz: “¿Acaso no matan a los caballos?”.

Pobres ricos…

Hace muchos años de esa miseria en Estados Unidos, más o menos los mismos de “Las viñas de la ira”, de John Steinback, cuando los desharrapados del mundo pertenecían también al país más rico del mundo. Todo eso quedó atrás… ¿De veras? Al parecer los bancos no han ganado tanto dinero como ahora. Y otras estadísticas indican que cada día hay más ricos. ¿Y pobres?

Ya no habrá más maratones de baile por un puñado de lentejas y los ojos claros de Henry Fonda no volverán a velarse de rabia contenida. A los malditos no les queda ni eso. Porque la dignidad pasa antes de todo. Seamos optimistas. El mundo es nuestro.


(*) Sergio Berrocal es escritor y periodista francés, residente en España.

No hay comentarios

Tus datos (entre los que puede estar tu dirección IP), brindados voluntariamente al comentar, son gestionados desde el panel de Blogger y almacenados en los servidores de Google. Puedes leer además nuestra Política de privacidad.

Con la tecnología de Blogger.