Industrias culturales, ideología y TICs




MARCELO COLUSSI 


La cultura es un interminable entramado de símbolos. Es lo que mantiene a la sociedad, la solidifica y hace funcionar. Para decirlo en términos marxistas, junto a la estructura económica de base hay una superestructura, un andamiaje ideológico-simbólico que justifica las cosas, les da sentido. Lo que se quiere remarcar ahora es cómo la cultura actual está cada vez más mediada por las tecnologías imperantes, en este caso las tecnologías de la información y la comunicación (TICs).

De hecho, en un mundo industrial (o posindustrial, para algunos) asistimos a un proceso de producción cultural en forma de industria. ¿Qué es la industria, a qué llamamos industria en el mundo que nos viene desde la revolución industrial del siglo XVIII? Una producción pensada, no solo para satisfacer necesidades básicas sino en función de un mercado lucrativo para el dueño de los medios de producción, agobiante para el auténtico productor.

Hoy día la cultura es, como siempre lo fue en la historia, un mecanismo de cohesión y control social, un elemento que garantiza la reproducción del sistema. Pero junto a eso es también un gran negocio. Si podemos hablar de una “industria cultural” es porque su producción masiva -que toma como modelo el proceso fordista- ha llevado a una mercantilización extrema su quehacer.

Se fabrican bienes culturales con el mismo criterio que se produce cualquier bien destinado al mercado: un automóvil, un detergente o un seguro de vida. La diferencia es que los bienes llamados culturales –cuestión amplia y muy compleja– tienen la misión de funcionar como la argamasa social; son transmisores de ideología, hacen marchar el colectivo como un todo.

Si la pregunta respecto a la comercialización de los bienes culturales es pertinente, o no, queda fuera de lugar. En un mundo marcado absolutamente por el mercado, donde las relaciones humanas quedan subsumidas bajo la categoría universal de la mercancía y su fetiche supremo -el dinero- no hay escapatoria tampoco para la cultura. El sistema mercantil se impone y la cultura, en su más amplio sentido, además de justificarlo y reproducirlo, da dinero (a algunos, por supuesto).

El poder controla. Pero el poder –o los distintos poderes, para ser más exactos– pueden ejercer esa dominación en la medida que sojuzgan a quien domina. El poder nunca puede ser entre iguales; su ejercicio presupone esa asimetría de base. Si hay igualdad, no hay relación de poder.

El ejercicio del poder se puede llevar a cabo a partir de dos modos: disciplinando los cuerpos concretos de carne y hueso (biopoder, podrá decir Foucault), o disciplinando las mentes. A esto último llamamos cultura (en un sentido amplio). También podríamos nombrarla “ideología”, o “matriz simbólica”; es decir: aquello que nos construye más allá del instinto.

Si hay una industria cultural ya podemos ver por dónde va la sociedad que la crea: un entramado social conservador que hace del control, de la disciplina de la mente, del pensamiento y los sentimientos, una esencia central de su dinámica. Si la cultura es creación; es decir: invención, libertad, “vuelo del espíritu”, para formularlo de un modo casi poético, lo que nos lega la actual industria cultural es lo contrario a todo ello.

La manipulación a la que da lugar esa producción en serie, esa gran fábrica de imágenes preconcebidas –de las cuales las TICs son un soporte perfecto– se corresponde más con lo que dijera el ministro de Comunicación del régimen nazi con un auténtico ejercicio de libertad: “una mentira repetida infinidad de veces termina convirtiéndose en una verdad”.

EN SÍNTESIS

Desde hace unas tres décadas se vive un proceso de globalización económica, tecnológica, política y cultural que abrevió distancias convirtiendo todo el globo terráqueo en un mercado único. Esa sociedad global está basada, cada vez más, en la acumulación y procesamiento de información y en las nuevas tecnologías de comunicación, cada vez más rápidas y eficientes.

Los poderes dominantes (económicos, políticos, militares, culturales) ejercen hoy un domino profundo a escala global. Los mecanismos de control cultural son cada vez más refinados, constituyéndose en bastiones tan importantes como el control físico que constituye la posesión de armas. La guerra ideológico-cultural es de primerísima importancia para el mantenimiento del sistema a nivel planetario (así como para su contestación).

En ese proceso en curso, las modernas tecnologías digitales de la información y la comunicación (TICs) juegan un papel especialmente importante, en tanto son el soporte de la nueva economía, una nueva política, una nueva cultura de las relaciones sociales y científicas.

Estas nuevas tecnologías (consistentes, entre otras cosas, en la telefonía celular móvil, el uso de la computadora personal y la conexión a la red de internet) permiten a los usuarios una serie de procedimientos que cambian de un modo especialmente profundo su modo de vida, adquiriendo así un valor especial, pues permiten hablar sin duda de un antes y un después de su aparición en la historia.

El mundo que se está edificando desde su implementación implica un cambio trascendente, del que ya se perciben las consecuencias, que se acrecentarán de modo exponencial en un futuro del que no se pueden precisar sus lapsos cronológicos, pero que seguramente será muy pronto, dada la velocidad vertiginosa con que todo ello se está produciendo.

El desarrollo portentoso de estas tecnologías, de momento al menos, no ha servido para aminorar –mucho menos borrar– asimetrías en orden a la equidad entre los países más y menos desarrollados en el concierto internacional, así como entre los grupos socialmente privilegiados y las capas más postergadas, a lo interno de las distintas naciones.

Por el contrario, ha estado al servicio de proyectos políticos que subrayaron las históricas exclusiones socioeconómicas en que se fundamentan las sociedades, favoreciendo así a una mayor concentración de la riqueza y el poder.

Al mismo tiempo, aunque no contribuyeron, hasta ahora, a terminar con problemas históricos de la humanidad en el orden de las inequidades de base, abren una serie de posibilidades nuevas –desconocidas hasta hace muy poco tiempo– al poner al servicio de toda la población herramientas novedosas que, directa o indirectamente, pueden servir para democratizar los saberes –y consecuentemente– a la participación ciudadana y al acceso a la toma de decisiones.

De todos modos, hay que tener cuidado con ese espejismo porque, si bien se populariza su uso, también crece el control y manipulación ideológica que implementan los poderes capitalistas, mediante estas.

El hecho de contar con herramientas que sirven para ampliar el campo de la comunicación interactiva y el acceso a información útil y valiosa constituye, en sí mismo, una buena noticia para las grandes mayorías. De todos modos, la aparición de nuevas tecnologías, si bien no cambian las relaciones estructurales, sí pueden contribuir a nuevos niveles de participación y de acceso a bienes culturales.

Si bien hoy día esas tecnologías están incorporadas en numerosos procesos relacionados con el mundo de la producción, la administración pública y el comercio en términos generales, en su aplicación masiva en toda la sociedad son los grupos jóvenes los que más rápidamente y mejor se han adaptado a estas deviniendo sus principales usuarios.

En estos momentos, reconociendo que hay grandes diferencias entre jóvenes del Sur y el Norte del mundo –y las marcadas diferencias entre jóvenes ricos y pobres dentro de esas categorías Norte-Sur– las tecnologías de información y comunicación influyen a todos los jóvenes de la actual “aldea global”.

La identidad “ser joven”, hoy por hoy, tiene mucho que ver con el uso de esas herramientas. Sin embargo, existen marcadas diferencias en su modo de uso, y por tanto en las consecuencias que de ese uso se deriven. Las ostensibles exclusiones sociales que definen la sociedad mundial siguen haciéndose presentes en el aprovechamiento de las TICs. La brecha urbano-rural se mantiene crudamente presente, y los sectores históricamente postergados, con el advenimiento de estas nuevas tecnologías, no han cambiado en lo sustancial.

Aunque las TICs no constituyen por sí mismas una panacea universal, ni una herramienta milagrosa para el progreso humano, en un mundo globalizado cada vez más –regido por las pautas de la información y la comunicación– pueden ser importantes instrumentos que contribuyan a cambiar ese mundo.

No apropiárselas y aprovecharlas debidamente colocan a cada individuo y al colectivo social en una situación de desventaja comparativa en relación con quienes sí lo hacen. De ahí que, considerando que son herramientas, pueden servir –y mucho– a un proyecto transformador.



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