‘No puedo respirar’


ELIZABETH MAIER


Hace tres años, el mariscal de campo Colin Kapernick perdió su empleo como jugador estrella del futbol americano por atreverse a hincarse sobre una rodilla durante el canto del himno nacional, en rechazo simbólico al enraizado racismo policiaco en Estados Unidos. En la era cibernética, la brutalidad policiaca ha sido captada en videos que constatan el creciente cobro de vidas de hombres –y mujeres– afroestadunidenses por infracciones menores o inexistentes. Tres años después, a plena luz del día, con la mano casualmente en la bolsa de su pantalón y una expresión de indiferencia en su rostro, un policía de Minneapolis, Minnesota, le quitó la vida a un hombre negro, arrodillándose durante casi nueve minutos sobre el cuello de su víctima, quien estaba esposado y tirado en el suelo. Dos policías más se hincaron sobre su espalda y otro atestiguó el hecho con un aire de indiferencia.

Grabaciones del hecho circularon por el mundo, provocando protestas diurnas pacíficas, que en la oscuridad de la noche se volvieron violentas, aprovechadas por pequeños grupos anarquistas de ultraderecha e izquierda y grupos vandálicos para incendiar edificios, carros y saquear negocios, registrando así la mayor destrucción de propiedad desde las revueltas antirracistas de los años 70. Las marchas se han engrosado cada día, decenas de miles de personas se construyen una colectividad de dolor, rechazo, presencia y resistencia no vista en el país desde hace décadas, convirtiéndose así en las protestas antirracistas más masivas en décadas.

Inicialmente, cuando los edificios y carros en llamas captaron la atención de los grandes noticieros, sus locutores debatieron entre llamar a las manifestaciones protestas o revueltas. Empero, comentaristas, activistas y académicas(os) afroestadunidenses enfatizaron la importancia de su carácter antirracista y no eclipsarlo destacando la violencia. Recordaron también que la azarosa veta destructiva de las protestas sociales fue descrita por Martin Luther King como “el lenguaje de las personas no escuchadas”. En todo caso, subyacente a las adoloridas consignas de los y las marchistas –en su mayoría jóvenes negros, pero novedosa y significativamente multirracial y multiétnica– existen sentimientos de profundo hartazgo y desconfianza en un sistema que a más de un siglo del fin de la esclavitud no ha podido reconocer, ni mucho menos erradicar, los mecanismos de la reproducción de la desigualdad racial. Al contrario, el sistema de justicia del modelo neoliberal ha controlado los cuerpos de los barrios afroestadunidenses y latinos con estrategias y equipos policiacos crecientemente militarizados. La privatización de las cárceles, insertada en la dinámica de demanda y oferta del libre mercado, ha resultado en políticas policiacas y judiciales que garantizan e institucionalizan la oferta de cuerpos negros y morenos apartados de sus comunidades y familias, en condiciones físicas y sicológicas desalmadas, reditando así formas modernizadas de ¬esclavitud.

La violencia policiaca actual y la consiguiente crisis política-institucional se insertan en un complejo contexto de crisis, que a las cifras aún ascendentes de contagio y muerte por el Covid-19 suman las estadísticas crecientes de desempleo y pobreza. No es casual que en ambas categorías las comunidades afroestadunidenses y latinas registren significativamente mayores porcentajes de afectación que el de su peso demográfico. En plena emergencia sanitaria y frente al alto grado de contagios, enfermedad y defunción que pagan las comunidades de menores ingresos, la determinación de impugnar la violencia policiaca racista se vuelve una lucha por la vida en medio de múltiples amenazas de muerte: una lucha impostergable en la que se protege al cuerpo colectivo e individual con cubrebocas –y en algunos casos con guantes de hule– y se autoimponen reglas en las marchas –difícilmente cumplidas– de sana distancia.

Con casi 2 millones de enfermos(as) y 108 mil muertes por Covid-19, cerca de 40 millones de desempleados (expertos[as] predicen entre 20 y 30 por ciento de desempleo total) y el confuso, contradictorio, provocativo y aun ausente liderazgo presidencial, el país más rico y poderoso del mundo agoniza entre múltiples e interseccionadas crisis que finalmente interrogan no sólo al modelo neoliberal sino al propio orden político de la democracia liberal. La situación ha desnudado al emperador discursivo de la libertad, la igualdad y la movilidad social, revelando las dimensiones de injusticia que sustentan el actual orden socioeconómico. Clase, raza, etnicidad, género y estatus migratorio se articulan en el amoldamiento de cuerpos explotados, dóciles y útiles, como diría Foucault, sobre quienes se inscriben los límites de lo permitido y no permitido. El asesinato de George Floyd en Minnesota y los otros homicidios policiacos recientes en otros estados (Ahmaud Arbury fue un joven afroamericano asesinado hace unos meses por vigilantes civiles mientras trotaba en un barrio blanco de Georgia; Breonna Taylor, enfermera de pacientes de Covid-19, fue asesinada cuando dormía en su hogar por la policía de Kentucky en un operativo equivocado) movilizaron un arcoíris de jóvenes determinados a reconfigurar dichos límites, pugnando pública y colectivamente por cambios sistémicos que encaren la historia y las consecuencias del racismo en Estados Unidos, justo en un momento en que el desproporcionado porcentaje de muertes de afroestadunidenses por Covid-19 y la violencia policiaca resultan un doloroso pero didáctico ejemplo.

Por esto, el asfixiado suspiro de muerte de George Floyd de “no puedo respirar” no sólo evoca los dispositivos sociales de amenaza mortal de la violencia policiaca o el contagio viral para las comunidades negras, sino que simboliza las condiciones mismas de vida dentro de un orden económico, social y cultural enraizado y edificado sobre la construcción diferenciada de raza. En los tiempos actuales de tanta incertidumbre, el nihilismo y la esperanza, el hartazgo y la convicción se mezclan entre las multitudes en las calles, quienes después de casi medio siglo de política neoliberal de individualismo, ganancia y consumo ensayan nuevos imaginarios de comunalidad basados en el valor de la diversidad y el ánimo de enfrentar las complejidades de la deconstrucción de la desigualdad. Y con ello, vislumbrar que otro mundo es posible.


(*) Elizabeth Maier es profesora-investigadora del Colegio de la Frontera Norte (El Colef, Tijuana), adscrita al Departamento de Estudios Culturales.




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