El Socialismo, los Comités Populares y la Unidad de la Izquierda


PEDRO BRENES 


La fase histórica de transición desde el capitalismo hacia la futura sociedad comunista sin clases –y, por consiguiente, sin Estado– es un proceso mundial que se desarrolla y se manifiesta como la lucha entre la clase obrera de cada país contra su propia burguesía en las condiciones específicas de cada nación y de cada época y que se presenta, al mismo tiempo, como la lucha conjunta de la clase obrera internacional contra el imperialismo de las grandes corporaciones financieras monopolistas trasnacionales.

Esta sociedad de transición a la que llamamos Socialismo, que tiene, fundamentalmente, un carácter universal, avanza sobre una base nacional, desigual y contradictoria. Porque el Socialismo no nace por generación espontánea. Por el contrario, el nuevo Estado, cuya esencia es la dictadura del proletariado -al igual que el Estado capitalista es siempre, en esencia, una dictadura de la burguesía- nace del capitalismo y adopta múltiples formas dependiendo del nivel de desarrollo y de la correlación de fuerzas, nacionales e internacionales, con que la clase obrera se encuentra en cada país en el momento de la toma del Poder político.

Pero, si bien resulta inevitable la amplia variedad y la desigualdad de las experiencias revolucionarias socialistas, en lo que se refiere a los modelos de desarrollo económico, productivo y tecnológico, tanto Carlos Marx en su obra La guerra civil en Francia, como Lenin en su libro El Estado y la Revolución, insistieron en que la forma política propia, idónea y genuina del Estado Socialista es la que de modo espontáneo surgió en la Comuna de París en 1871.

Y nos dejaron el legado revolucionario de que las características fundamentales del Poder Popular Socialista son la democracia directa y la toma de las decisiones políticas por las Asambleas con la participación de todos los ciudadanos, la elección y la revocación en cualquier momento de sus Comités de Delegados y la remuneración de los representantes, legisladores y administradores públicos con el salario medio de un obrero.

Junto con la organización armada del pueblo en Milicias Populares responsables de mantener el orden revolucionario y la legalidad constitucional socialista, frente a los intentos terroristas de la burguesía por recuperar el Poder perdido empleando, sin ningún escrúpulo democrático ni moral, los métodos criminales y genocidas del golpe de Estado y los fusilamientos masivos de los defensores de la mayoría oprimida y explotada por el abyecto sistema capitalista.

Por eso la propuesta de la creación de Comités Populares, como forma de organización de la Resistencia de los trabajadores frente a la ofensiva del capitalismo, realizada por los partidos y sindicatos de la Izquierda Nacional Canaria, despierta en los comunistas la simpatía y la expectación derivadas de la coincidencia básica en la concepción de la democracia popular asamblearia, unitaria y combativa.

Pero la concreción práctica de este proyecto articulador y movilizador del descontento de las masas populares y del mecanismo asambleario y participativo de los trabajadores para enfrentar los recortes laborales y sociales, el paro, los desahucios y el hambre, exige la creación de ciertas condiciones propicias, por medio de un acuerdo negociado entre las fuerzas que rápidamente, y de manera ya claramente irreversible, están forjando los primeros avances hacia la Unidad de la izquierda anticapitalista como bloques parciales conformados, en principio y como es natural, por la proximidad política y la afinidad ideológica.

Por supuesto, debemos, antes que nada, deslegitimar, ridiculizar y erradicar, de una vez por todas, la estúpida tendencia a establecer listas negras y la cerril costumbre de proclamar anatemas y exclusiones absurdas, basadas en pueriles y primitivos resentimientos personales, en arrogantes y patéticas exhibiciones farisaicas de supuesta autoridad revolucionaria o en la triste enumeración de agravios y lamentaciones sobre antiguas “cuentas pendientes” entre individuos que todavía no han comprendido que comienza una nueva época. Y que los felices y divertidos tiempos de los chismorreos difamatorios y los comadreos sectarios han desaparecido para siempre.

Y que si estas actitudes han provocado siempre la fragmentación y la debilidad de los luchadores del pueblo, ante el regocijo y la satisfacción del enemigo de clase, en las actuales circunstancias representan sencillamente un crimen contra la Unidad y una traición a los intereses de la clase obrera y de todos los trabajadores.

Y precisamente para acabar con los jueguitos infantiles de las rencillas personales y de las listas negras, en las que si las reuniéramos todas probablemente no escaparía nadie de quedar excomulgado, tenemos que sentarnos seriamente a hablar de política.

Es imprescindible, por tanto, proponer, debatir, negociar y acordar un Programa Político unitario y aceptable para todos, que reúna las principales aspiraciones de cada uno de los partidos, grupos y tendencias ideológicas de la izquierda anticapitalista, que refleje la necesidad que tienen los trabajadores de dotarse de la conciencia de clase que les permita responder y resistir organizadamente a la ofensiva de la oligarquía financiera y que posibilite, de verdad y en la práctica, la promoción y la dinamización de las Asambleas en barrios, pueblos, empresas, etc., por parte de los Comités Populares Unitarios.

Pero nadie ha dicho que esto sea fácil. El necesario e inevitable proceso de unificación de la izquierda anticapitalista, en torno al núcleo más firme y consecuente de los partidos comunistas, se desarrolla, como todos los grandes procesos sociales, de forma desigual y contradictoria. Y avanza a trompicones, produciéndose con frecuencia situaciones curiosas y desconcertantes.

Situaciones paradójicas como que en los partidos más avanzados y con la máxima iniciativa unitaria sobreviven restos de sectarismo y de escepticismo unitario. Mientras que hasta en los grupos más recalcitrantes, que todavía a estas alturas manejan pretextos frívolos e irrisorios, esgrimiendo sin ningún pudor mezquinos e impresentables resentimientos personales para negarse a asumir, con todas sus consecuencias, la política de la Unidad, se dan casos individuales, no siempre minoritarios ni irrelevantes, de entusiasmo unitario y de sabia comprensión de que la Unidad no tiene alternativa.

Y no tiene alternativa porque si no logramos reagrupar las fuerzas divididas y dispersas de la izquierda anticapitalista para organizar la Resistencia Popular ante la ofensiva general del capital contra los trabajadores, que se despliega ya ante nuestros ojos en toda la línea, y si no somos capaces de alcanzar la Unidad porque nuestras limitaciones en el dominio de la teoría revolucionaria, con la consiguiente incapacidad para la elaboración y la planificación táctica y estratégica, la cortedad de miras, la irresponsabilidad, la cobardía y la mediocridad políticas nos impiden defender con acierto y eficacia los intereses y los derechos de la clase obrera, es seguro que nos aplastarán sin contemplaciones.

Nos recortarán todo, los salarios y las pensiones, las prestaciones sociales y el desempleo, los derechos laborales y las conquistas históricas de los trabajadores en el terreno de la jornada laboral, las vacaciones pagadas y las condiciones de seguridad e higiene, ganadas durante siglos de luchas heroicas y sangrientas contra los capitalistas y los gobiernos, las campañas mediáticas, las judicaturas y las fuerzas armadas que los defienden.

Y lo privatizarán todo. La Sanidad y la Educación, la gestión de los Servicios Sociales y de la Administración Pública, las Cajas de Ahorro y el INEM.

Y ¿qué nos quedará entonces? ¿La democracia? ¡Cuidado! Frente a la agudización de la lucha de clases y el rápido aumento de la conflictividad laboral y social, ya se puede oír a los tertulianos televisivos más indiscretos argumentar que ya está bien de eso tan anticuado del voto.

Que parece mentira que todavía estemos como hace dos mil quinientos años, en los tiempos de la Antigua Grecia. Que ya es hora de buscar otros métodos, más modernos y eficaces, de decidir sobre los asuntos públicos y que hay que ir pensando, también, en la reforma de la democracia.

Más claro, el agua.



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