Fascismo en España: el (des)enmascaramiento


TEODORO SANTANA 


El fascismo es la forma pluscuamperfecta del capitalismo. Al menos, desde el punto de vista de las oligarquías imperialistas. No en vano, la militarización de la clase trabajadora y la vida pública, la represión implacable de la disidencia y la consideración del Estado como una corporación empresarial, lograron que los líderes de las “democracias” occidentales se encandilaran con el fascismo y el nazismo, incluido el alabado genocida colonialista Winston Churchill. Hasta que, de forma inevitable, los intereses de las distintas potencias imperialistas europeas chocaron entre sí.

Al fin y al cabo, tal y como explicaba Marx, todo Estado, cualquiera que sea la forma que adopte, no es más que la dictadura de una clase sobre otras. Por eso, no existe una línea infranqueable entre la “democracia” burguesa y el fascismo. Dependiendo de la correlación de fuerzas, unas veces dominará más el componente fascista de la dictadura burguesa y otras la forma más democrática. Incluso el fascismo varía de un país a otro, de un momento histórico a otro. El mismo nazismo no empezó creando campos de exterminio, y sólo adoptó su forma extrema en plena guerra.

Además, el fascismo europeo es ininteligible separado de la crisis del dominio colonial, que afectaba a todas las potencias europeas, incluida la decadente España, a cuyo fascismo se añade un elemento aún más sombrío, esto es, el feudalismo nunca eliminado y siempre presente. De ahí su componente nacional católico y su “africanismo” militar.

La muerte del dictador, así como la necesidad de incorporarse al espacio económico europeo, obligó al fascismo hispano a cambiar de ropajes. El caudillo trocó en un rey. Las Cortes fascistas en Cortes “democráticas”. Los mismos jueces fascistas pasaron, por arte de birlibirloque a ser jueces “democráticos”. Y los asesinos y torturadores a “policías de la democracia”. La oligarquía no sólo vio asegurados sus beneficios, sino incrementados. La dictadura oligárquica no sufrió ni la más mínima grieta. Al fin y al cabo, el fascismo español siempre contó con la aquiescencia de las potencias europeas.

Este cambio de máscara fue facilitado por la reconversión de la izquierda. El PCE, desesperado por entrar en el juego del parlamentarismo burgués, aceptó todo lo que le echaron. El PSOE histórico fue suplantado por un PSOE ad hoc montado por la CIA y la socialdemocracia alemana, con el único objetivo de desindustrializar España, atar corto al movimiento obrero y consolidar la nueva careta del régimen. Aunque ello incluyera dedicarse con fruición al terrorismo de Estado. CCOO, debidamente neutralizada, pasó a ser totalmente dependiente de las subvenciones gubernamentales. Y mucho más eficaz para desmovilizar a los trabajadores que las caducas estructuras del antiguo “sindicato” vertical. Y, por si fuera poco, la unanimidad presidió la instalación de las brutales leyes de excepción rotuladas como “antiterroristas”.

No en vano, la oligarquía española, incapaz históricamente de negociar, mantiene su querencia al fascismo por mucho que ya no se estilen las camisas azul falange ni el yugo y las flechas. Amparada en el poder de un ejército de larga tradición colonialista y golpista, en un aparato de Estado infectado hasta el tuétano de miles de fascistas, con todos los medios de propaganda –televisión, radio, prensa– bajo su dominio absoluto, ni ha sentido ni siente la necesidad de hacer concesiones.

La izquierda revolucionaria, sin fuerzas para forzar un cambio que fuera más allá de lo cosmético, e ilegalizada en las elecciones de 1977 (que iban a configurar el futuro mapa político), fue languideciendo sumida en la frustración y el extraparlamentarismo hasta su total desaparición. Y todo ello con el movimiento obrero desarticulado sindical, política e ideológicamente. “Todo atado y bien atado”. Nada parecía que iba a alterar la cómoda paz social –y política– del régimen.

Pero, hete aquí que, como escribía Bertolt Brecht, “lo firme no es firme. Todo no seguirá igual”. La crisis capitalista que irrumpe en 2007–2008 cambia el escenario. La postura “socialista” de entregarnos atados de pies y manos a los intereses de las grandes corporaciones bancarias y de las oligarquías de las potencias centrales europeas, produjo dos efectos contradictorios.

Por un lado, amplios sectores de votantes del PSOE dejaron de apoyar al partido que sentían –con razón– que los había traicionado, propiciando de este modo la mayoría absoluta del partido franquista (PP). Por otro lado, y tras el desconcierto inicial, se produce un amplio movimiento popular que va creciendo hasta las grandes movilizaciones de masas de 2013. Curiosamente, la irrupción televisada de un partido de la izquierda burguesa, Podemos, contribuye decisivamente a la desmovilización, reconduciendo los sectores más combativos a la espera de unas perspectivas electorales que nunca se cumplieron. Para ser justos, no sería el único factor: ha sido decisivo también el miedo a una represión cada vez más brutal e individualizada.

Desde 2012, el nuevo gobierno franquista se esfuerza en dos direcciones confluentes: 1) salvar los intereses de la oligarquía, nucleada en torno a los grandes bancos, y 2) reprimir la protesta social hasta hacerla desaparecer. Y como la oligarquía hispana juega sobre seguro, ante las evidencias de corrupción extrema y generalizada del PP, sacó la carta del entonces minúsculo partido de extrema derecha (Ciutadans) y lo televisó hasta convertirlo en opción de recambio de su partido histórico.

Aunque se disputan el mismo mercado, viejos fascistas (PP) y nuevos fascistas (C's) consiguen llevar el Estado a las máximas cuotas de represión, persecución política e ideológica y encanallamiento policial y judicial, con el partido de la derecha liberal (PSOE) haciendo de Don Tancredo y avalando la vuelta al fascismo, enmascarado –como no podía ser menos– de “democracia” y de “constitucionalismo”. Mientras, la izquierda burguesa (Podemos) se limita a derramar lágrimas de cocodrilo.

Lo único positivo de tanto despotismo, de tantas detenciones, multas, apaleamientos, encarcelamientos arbitrarios, dispersión de presos y abusos de todo tipo, es que, para sectores minoritarios pero cada vez más amplios, se va cayendo la careta del régimen, dejando ver al desnudo su verdadera naturaleza.

Entonces, ¿por qué esa izquierda burguesa se resiste a considerar al español como un Estado básicamente fascista? ¿Por qué, ni siquiera, se atreve a considerarlo imperialista? ¿Por qué, ni de lejos, propone el derrocamiento de la monarquía para dar paso a una república democrática? La respuesta es evidente: porque tendrían que adoptar decisiones que irían más allá de su “zona de confort”, de su cretinismo parlamentario. Mientras tanto, languidece impotente sin entender bien que pasa, tentada de asumir como propio el más casposo nacionalismo gran español. Eso sí, revestido de las sedas de sesudos “teóricos” políticos burgueses de décimo quinta fila.

“Cautivo y desarmado el ejército rojo”, si algo se puede constatar es que la vía parlamentaria pacífica es inútil frente al fascismo –se vista de azul falange o se vista de Armani–. La articulación de un doble poder, de un poder popular –tan lejos que aún no se vislumbra– es, sin embargo, la tarea a abordar sí o sí. Incluso optando por el “plan B”, esto es, mandar a hacer puñetas a España e independizarnos, sigue siendo la tarea a la orden del día.



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